La canción de Toño Fernández.
Desde
aquella bulliciosa tarde de carnaval, cuando en mi pueblo natal escuché por
primera vez la canción Candelaria, en
ritmo de cumbia, me propuse conocer y felicitar a los músicos integrantes de
los Gaiteros de San Jacinto, por haber creado este hermoso y melancólico canto
desbordado de armonía y sentimiento, donde las gaitas expresan su tristeza y
ternura, junto a la marcada percusión nacida de tambora, alegre y llamador. Esa
tarde sentí en el ritmo de esa básica y nativa instrumentación, que nuestro
ancestro musical estaba allí, plasmado en su máxima expresión y llevado al
acetato, por un grupo de campesinos arraigados a la madre tierra, poseedores de
un oído artístico capaz de captar la mínima señal de grandeza melódica, con la
misma destreza con que descuajaban a pleno sol una hectárea de montaña virgen.
Sabía por comentarios de mis vecinos mayores que estos músicos labradores
vivían de sus parcelas, cuidadas con el filo de sus machetes y por
espantapájaros enormes que no dejaban acercar cotorras ni loros, cuando el maíz
comenzaba a mostrar altanero sus mazorcas barbudas. Supe de “Toño” el líder del
grupo, también agricultor, además de mecánico automotriz, soldador de
bacinillas y un “desobediente excepcional que se creía un hombre más grande que
todo el mundo” y que amenazaba a sus amigos con la frase más deseada por un ser
humano, que he podido escuchar: “Como me sigas jodiendo la vida, te saco en una
canción”. Así era “Toño” y en esa cumbia que estremeció mi ser, con un grito
lastimero le recuerda a Candelaria, lo mucho que la quiso, a pesar de haber
sido un amor de poco tiempo, pero que jamás pudo olvidar.
Yo tenía mi Candelaria
con ella me divertía,
se fue y me dejó
llorando
¡Ay! Adiós Candelaria
mía.
Candelaria,
Candelaria
Candelaria vida
mía...
Fue
tanto la alegría que sentí al escuchar el canto, que olvidé las guarachas carnavaleras
de Aníbal, grabadas al lado de su inseparable hermano José y los magníficos y
bailables porros de los Corraleros de Majagual y en ese momento mi mente solo
tuvo espacio para deleitarse hasta el cansancio con Candelaria, que a alto volumen sonaba altanera en el traganíquel de
Juancho, donde medio pueblo entre maicena, cervezas y ron blanco, deliraba y
bailaba rindiendo tributo al dios Momo.
Un
mes después de ese agitado carnaval, pleno de disfraces, danzas y salones de
baile, decidí hacer realidad mi sueño y viajé a San Jacinto, ese pueblo mágico
de los Montes de María, como dice el maestro Adolfo, donde no me fue difícil
encontrar a “Toño” y a los hermanos José y Juan Lara, pero no encontré a
Catalino, porque vivía en otro pueblo del norte del departamento. Tuve la oportunidad
de conocer la vocación, el pensamiento y las anécdotas de estos grandes
juglares, que con gloria y tesón nos representaron en muchas naciones, donde
sus habitantes extasiados aplaudieron la magia que brotaba de sus gaitas y
tambores. Sin embargo me faltaba hablar con Catalino porque tenía una pregunta
que hacerle y para cumplirlo tenía que llegar a San Etanislao de Kostka,
laborioso y ardiente pueblo bolivarense con nombre de santo polaco y más
conocido por propios y extraños como Arenal, para luego dirigirme a Soplaviento,
tierra de Catalino y otro pueblo del departamento de Bolívar, donde las
corralejas, la música y el compadrazgo, son el alimento espiritual de sus
habitantes.
En busca de Catalino Parra.
Interesado
en hablar con el integrante de los Gaiteros, llegué a Arenal al mediodía y al bajarme de la
camioneta que me transportó desde San Jacinto, una señora morena y gruesa que
viajaba a mi lado, gritó sacudiéndose la falda: “¡Al fin llegamos, traigo el
jopo dormido de tanto estar sentada en esta vaina!”. Le esbocé una sonrisa por
la ocurrencia y rápidamente un bicitaxi, de los muchos que llegaron y asediaron
la camioneta, me llevó al embarcadero, donde media hora después una vieja
chalupa adornada con varias cadenetas multicolores, inició su recorrido rumbo a
Soplaviento, desafiando las aguas color panela del Canal del Dique, que raudas
y revueltas llenan el norte del departamento, mientras que el ruido del cansado viejo motor de la pequeña
embarcación, espantaba las numerosas garzas que tranquilas se alimentaban en la ribera.
Llegamos
a Soplaviento y el conductor con mucha destreza, rápidamente
acomodó la chalupa lo mejor posible en el desembarcadero natural, mientras una
turba de niños con el pelo rojizo llegaba alborozada, para bajar la carga y
darnos la mano. Me dirigí a la casa de Catalino, después de caminar por las
destapadas calles del pueblo y lo encontré haciendo lo que había imaginado en
la chalupa: arreglando una atarraya para irse de pesca con su gran amigo Gregorio. Me invitó sonriente y muy cordial a
que los acompañara y así lo hice con mucho interés, porque quería probar si yo,
era capaz de lanzar una atarraya con la calidad artística que lo hacen los
pescadores. Camino al punto de pesca, Catalino le dijo a Gregorio, también
integrante de los Gaiteros:
…Oiga
compadre, yo quisiera ganarme el Baloto, para ver si esta situación se compone…
¿Y
qué piensa hacer si se lo gana? - Le respondió Gregorio -- retirando un grueso
tabaco de su boca.
Si
me gano el baloto – prosiguió Catalino, calmado y convencido, pescaremos con
una atarraya nueva todos los días y ya no tendré que estar remendando ésta
vieja y podrida…Se hizo un silencio largo y pesado que solo pude romper con un
esfuerzo sobrehumano, para por fin preguntarle algo que siempre quise saber:
¿Y usted por qué agregó
la tambora a los Gaiteros? Su respuesta volvió a callarme por unos instantes,
que me parecieron horas bajo el ardiente sol que reflejaba sus rayos en las
aguas del canal. Vea,- me dijo-
acomodándose la atarraya en el hombro: fue por sabrosura y porque me pagaban
doble, como cantante y también como tamborero…
De
regreso a Arenal, nuevamente me transportó la misma chalupa y el conductor al
verme subir, sonriente y sudado gritó: ¿Hey sabanalarguero, no quiere que le
cuente una historia bacana? Sí, he sabido que tienes unos cuentos muy buenos,
pero gracias, muchas gracias, porque voy de prisa para Barranquilla, en otra
oportunidad me los cuentas con más calma - le dije- mientras fotografiaba al
occidente del Canal, donde el crepúsculo anaranjado y grisáceo anunciaba la
llegada de la noche. Seguí pensando en Candelaria
y en ese par de gaitas, hembra y macho que nunca más han sonado como en aquella
lejana tarde de carnaval.
Yo conozco a esa mujer
que tiene un
cuerpo divino
maldito sea mi destino
no me
supo comprender.
Candelaria,
Candelaria, Candelaria vida mía…
Por: Samuel Muñoz Muñoz.
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